Berger y el su historia sobre un médico rural

(…) en nuestra sociedad no sabemos reconocer ni medir la contribución de un simple médico rural. Cuando digo medir no me refiero a calcular conforme a una escala predeterminada, sino más bien a calar su alcance. No se trata de comparar al médico con el artista, con el piloto de las líneas aéreas, con el abogado o con el personaje o personajillo político para luego colocarlos en orden decreciente de vencedor a perdedor. Se trata de compararlos a fin de apreciar mejor, a la luz de los otros ejemplos, lo que hace (o no hace) el médico.

Cuando nos enteramos de que un equipo de médicos o de bioquímicos ha descubierto una nueva cura, nos resulta fácil reconocer su logro. Una nueva cura contribuye al «avance de la medicina». No nos cuesta trabajo reconocerlo porque la promesa del descubrimiento sigue siendo abstracta. Se lo puede incluir en las categorías de «ciencia» o «progreso».

Las cosas son bien distintas cuando hacemos un esfuerzo de imaginación para intentar reconocer la contribución de un hombre que sencillamente mejora, y ocasionalmente salva, la vida de unos miles de nuestros contemporáneos. Naturalmente, en principio, consideramos que esto es bueno. Pero para poder llegar a calar su alcance, habremos de llegar a algún tipo de conclusión con respecto al valor que tienen para nosotros esas vidas.

El médico es un héroe popular: basta con considerar la cantidad de veces que aparece en la television encarnando ese papel. Si la carrera no fuera tan larga y, por consiguiente, tan cara, todas las madres desearían tener un hijo médico. Es la más idealizada de todas las profesiones. Pero su idealización es abstracta. Es este ideal abstracto el que lleva a hacerse médicos a algunos jóvenes. Pero yo me atrevería a sugerir que una de las razones fundamentales de que tantos médicos terminen decepcionándose con la profesión y convirtiéndose en unos cínicos es precisamente que, pasado el primer momento de idealismo abstracto, no están seguros del valor de las vidas reales de los pacientes que tratan. No se trata de que sean insensibles o inhumanos personalmente: se debe a que la sociedad en la que viven y aceptan es incapaz de saber cuánto vale una vida humana.

No se lo puede permitir. Si se lo permitira, tendría que pasar por lato lo que sabe y con ello toda pretensión democrática, de modo que se convertiría en totalitaria; o tendría que tenerlo en cuenta y dar entonces un giro revolucionario. En cualquiera de los dos casos, se transformaría.

(…)

No afirmo saber cuánto vale la vida de una persona: no se puede responder con palabras a esta cuestión, sino sólo con obras, con la creación de una sociedad más humana.

Lo único que sé es que la sociedad actual desaprovecha y, al hacer prevalecer la hipocresía, vacía la mayoría de las vidas que no destruye; y también que, en los términos de esta sociedad, un médico que no se limita a vender curas, ya sea directamente a sus pacientes o a través de los servicios estatales, es inestimable.

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